jueves, 27 de septiembre de 2018

EL ARMARIO EMPOTRADO

En los años 70 todavía se encontraban comercios cuya parte trasera albergaba la vivienda de la familia. Había colmados que vendían leche, quesos, algo de embutido, paquetes de arroz, y las enormes y pesadísimas garrafas de agua de cristal, que iban dentro de un soporte de plástico, normalmente de color gris sucio, y que al agarrarlas de los asideros te quedaban las palmas de las manos rojas y marcadas.


Mi tía tenía uno de estos comercios. Y vivía en la parte posterior. Con su marido, sus dos hijos, y los abuelos. Todos en poco espacio y con precariedad. Recuerdo que la cama de mi primo era un plegatín que estaba en el comedor. Cada noche, apartaban la mesa y abrían el plegatín. Mi prima tenía habitación para ella sola. Pero era una habitación sin puerta. Una cortina de tela hacía las veces de pared y la separaba del comedor. Quizá, pienso ahora, es que tampoco era una habitación.



Como era un bajo, tenía patio. Siempre olía a humedad. A mi no me gustaba,

porque me sentía encarcelada, porque en ese patio, al levantar la vista, veías, arriba, los tendederos de los pisos del edificio. Y las ventanas. Y caían pinzas de tender, y pañuelos, o algún calcetín mal sujetado.



En cambio, el armario empotrado del dormitorio de mis tíos, eso sí que me gustaba. Era como abrir la cueva de Alí-Babá. Había montones de ropa mal apilada, puro desorden textil. Ropa, ya entonces, antigua. Como ésa por la que ahora pagamos en las tiendas del Raval, la moda de lo pasado, lo “vintage”. Me encantaba cuando nos dejaban hurgar en ese armario y sacábamos las batas de poliester, los vestidos de telas estampadas, los pañuelos...



Nos disfrazábamos y jugábamos a espías. Simulábamos fumar con un lápiz Alpino. Y ni siquiera llenábamos el vaso de nada, para hacer ver que bebíamos algo fuerte, como los gángsters de las pelis.

Usábamos las pistolas de juguete de mi primo y nuestras carpetas del cole. Escondíamos los documentos secretos y capturábamos al malvado. Y siempre acabábamos recogiendo apresuradamente. Los “mayores” interrumpían nuestro pequeño teatro. Todo estaba por medio, había que vestirse, poner la mesa, lavarnos las manos y comer. 



Hacía muchos años, quizá más de 30, que no pensaba en ese armario empotrado, pero el recuerdo seguía en uno de esos cajoncitos secretos de nuestro cerebro.

Simplemente, he tenido que leer un relato de Montserrat Espallargas para que el resorte se abriera automáticamente. Se trata de “El rastre del vestit”, uno de los seis que conforman su libro “Vides de filferro”, y empieza así:



“Dins l’armari, engrossit per jerseis mal plegats, per bruses lligades al coll amb llaços d’organdí,per pantalons d’antiga franel·la i faldilles de llana, una tarda de feia tres estius vaig trobar el vestit de l’àvia Mundeta.”


No les voy a transcribir más, prefiero recomendarles fervorosamente la lectura de este libro que a mi me ha hecho disfrutar y reflexionar. Y me ha hecho tener esperanza, también, porque en medio de las tinieblas que nos envuelven, surgen autores que merecen nuestro respeto. Y merecen, también, que les brindemos nuestro tiempo leyéndoles. Con esta escritora, aprenderemos.

miércoles, 26 de septiembre de 2018

¿A QUÉ HUELE COIXET?

He visto "La librería", de la ultra sobrevalorada Coixet. Sí, la moderna, la hipster, la del anuncio aquel del olor de las nubes o aquel otro que le cuadra tanto con su apoltronamiento en el establisment, el "amodio" de una empresa de chorizos y chopped en lonchas.
 
Pues bien, este fin de semana he revisado El Padrino. Todas. Obra maestra. Cine. Perdón, CINE. Todo en mayúsculas. Y hoy, para comer, pues ponemos a la Coixet, porque la pillé de la biblio (ya saben que soy una defensora a ultranza de lo público y, si hay bibliotecas, es para darles uso). Pura bazofia esteticista.

A ver, si has de poner tanta vocecita en off, es que no estás haciendo cine. Estás grabando a alguien leyendo un libro. Eso no es cine. Aburridísima. Escenas vacías que no aportan nada. Muy nube. El campo de trigo movido por el viento. Oooohhhhh. El agua del mar, las olas al viento. Aaaaahhh, qué profundidad, qué sentimientos. Todos buenos actores representando unos roles exageradísimos. Hay la mala malísssssima, el bueno, bonísssimo, a quien casi santificaremos, qué menos, si la palma. Y la prota, excelentemente vestida (se notan la pasta y las publis).

Travellings laterales alargadísimos que no aportan nada (dedo pasando por pared, mano pasando por libros, es decir, modo nube "on"), una secuencia de planos de los habitantes del pueblo -los malvados- mirando a cámara, que demuestran que lo de sugerir no es lo suyo.
 
Como decían aquellos cómicos que representaban textos de Raymond Devos en los teatros de pequeño formato, hace 20 años... "a mi no me la foten, jo sóc l'artista". Pues, yo no soy artista, Coixet, però a mi no me la fots.

LA FEA VERDAD

Ya he acabado el libro “Cuando gritan los muertos” de Paco Gómez Escribano.

Si no fuera porque iba en el bus, os juro que me hubiera echado a llorar. No sólo de pena y de rabia, sino de la emoción por la puñetera novela esta, que me ha encantado y me ha llegado al tuétano.

Tengo en la boca ese regusto como cuando ves un peliculón, y acaba como ha de acabar, aunque tú no quieras que sea así, y entonces te da la lagrimita. Porque si tuviera un final pasteloso, te cagarías en todo y dirías que eso no es así y que ya estamos con el final feliz de los cojones, porque la peña no aguanta la verdad, que es fea y, muchas veces, insoportable.

Bravo, Paco. Mi aplauso más sincero. ¡Pedazo de novela has escrito!

EL BRAZO DE HARRY

De pequeña, viví en el barrio de Les Corts, en una casa antigua con un patio, que estaba en una plaza. La plaza no estaba asfaltada y cuando llovía yo chapoteaba en los charcos que se formaban. Había un banco de piedra donde jugaba con mis amiguitas, las del barrio. Las del cole eran otras.

En mi casa el váter estaba en el patio. No había bañera. Mi madre me bañaba en un barreño. Y en el patio había una higuera. Luego viví en otra calle, más “urbanizada”, del mismo barrio, sin salida. Bueno, sí. Pero era a un descampado con una chimenea altísima, que había pertenecido a una bóvila. Eso es una antigua fábrica donde cocían tejas y ladrillos. Entonces sólo albergaba basura, escombros y de vez en cuando, algún cadáver de yonki.

En el barrio había gente trabajadora, gente más burguesa y los jóvenes marginales que te miraban y se quedaban con tu cara y te decían que tranqui, que si tienes algún problema tu dices que eres colega del Fernando y a tí nadie te va a quitar la mochila. También por el barrio se veía a veces al Basora. Ese no me decía nada. A ese fue mi padre quien le dijo. Se conocían del barrio, de pequeños. El Basora había tomado el lado salvaje de la vida. Y mi padre, cuando coincidían, le invitaba a un bocata, a una birra y le soltaba un billete, por los viejos tiempos, ya sabéis. Y le indicó quién era su hija, para que tomara buena nota, por si alguna vez tenía que echar un cable. Así que, en mi pre y adolescencia, yo me sentía protegida por las fuerzas del mal.

El barrio cambió. Los colegas del barrio también. Fue cuando un tal Harry apareció una tarde. Aún lo recuerdo. Todos sentados en un banco, el tal Harry fumando, con la cazadora que le cubría el antebrazo. Pasé por delante, camino de la academia de inglés, para saludarles. Y vi las marcas en el brazo de Harry, cuando se quitó el piti de los labios. Y ahí supe que la mano negra había entrado en el barrio.

Meses más tarde me encontré con Ana, la “chaty” de uno de ellos. Me dijo que el Fernando estaba en el correccional, por ser menor. Habían dado un palo en un piso y los habían trincado. Su noviete, el Juanca, estaba en el talego, enganchado al jaco. Ana maldecía la tarde que el tal Harry trajo la peste al grupo.

Les perdí la pista a todos, y, además, al poco tiempo, marché del barrio. Con los años, aquella calle, la de la chimenea y el descampado y los restos de yonki muerto, se convirtió en una zona de gente “benestant”. Pisazos caros, semáforos para ordenarnos a todos... Zona de padres guapohipsters que pasean a sus hijos en carritos con ruedas todoterreno para ir a jardines artificiales, donde está acotado donde mean los perros y dónde jugarán sus rubios y guapos hijos. Sin contaminarse con los pobres, y mucho menos con los más pobres de los pobres.

Escribo todo esto porque estoy leyendo el libro “Cuando gritan los muertos” de Paco Gómez Escribano, que habla de los seres marginales, de los barrios de Madrid, y de aquellos años 80 y de los que siguieron. Y está abriendo la caja de Pandora de mi memoria.

POLICÍACA PARA TIETAS

Acabo de leer una novela policíaca, de autoría catalana. Este género hace tiempo que está de moda y encuentro muchos libros que, de ser exigentes, seguirían en el cajón de los editores.

Me abruma la cantidad de novelas para “tietas”, una palabra muy nuestra, que define perfectamente lo ocurre desde hace tiempo, y no sólo con la novela detectivesca: Libros que entretienen, de lectura fácil, trama un poco enrevesada, a menudo con situaciones inverosímiles, rallando lo pueril, con fallos de lógica interna del relato, pero, ¿qué importa, si podemos pasar un rato intrascendente y revestirnos de una pátina intelectual?

Soy lectora de novela negra desde hace muchos años. Pero me interesa mucho más el género negro que el policíaco. No me importa la novela de trileros, el dónde está la bolita, sino los aspectos psicológico y social. Soy más de negra y de hard boiled que de cluedo. De Chandler, de Ellroy, de Fallarás, de Martín. Y me escuece ver la cantidad de mediocridad que se apila en las librerías.

martes, 25 de septiembre de 2018

20 METROS CUADRADOS DE EDITH PIAF

El Bar Pastís, el de la zona baja de las Ramblas, cierra. Se lo ha quedado la familia Raluy.

Ellos ya se hicieron con el London, de la calle Nou de la Rambla. Dicen que en el London han mantenido la decoración modernista pero adecuándola al gusto del público actual, es decir, al turista. Doy fe. Estuve hace tres meses y varias veces me hablaron en inglés cuando pedí una copa de vino en perfecto catalán.

Reformarán el Pastís. Y dicen que la música francesa tendrá su importancia en el bar, pero no en la medida en que lo era hasta ahora. Y dicen también que ya no habrá conciertos. Entiendo.

El negocio es meter a cuantos más turistas se pueda. Y es un local de 20 metros cuadrados. Sí, 20. Si empezamos a restar el espacio para el micro, el altavoz y el cantante, no les resultará rentable. Sería bonito y romántico mantener aquello que hacía del Pastís, ser "el Pastís", y no cualquier otro bar de copas nocturno.

Sería bonito, también, pensar que a los Raluy les mueve algo más que el negocio. Sí. Sería.

Fotografía de Óscar García

lunes, 24 de septiembre de 2018

PEDROLO Y LOS REALQUILADOS

Hace unos días vomité unas líneas sobre los realquilados y la precariedad que nos rodea.
Y me referí a un libro de Manuel de Pedrolo, "Si són roses, floriran". A propósito de ello, comparto estas líneas que secundan la tesis sobre la miseria.

<< -Si queixar-se servís d'alguna cosa...


-Hauría de servir. Si ens queixéssim tots... Però tothom fa el mateix, tothom s'arronsa d'espatlles. Que no podem menjar carn? Menjarem patates. Que així i tot no arribem? Posarem rellogats. 
De sobte es planta a riure.

-És colossal, l'única solució que se li acudeix a tothom és aquesta: els rellogats. Aviat mig món viurà rellogat de l'altre mig.>>

"Si són roses, floriran", 1971, Manuel de Pedrolo

Han pasado 47 años. Deberíamos reflexionar.

POR LA G. DE DIOS

Las monarquías absolutistas legitimaban su poder por la gracia de Dios (Dei Gratia, abreviado D.G.). Absolutista fue, por ejemplo, Luis XIV, el Rey Sol. Éste, a fin de controlar a sus palmeros, la nobleza y el clero, trasladó la corte a Versalles. Consiguió así un régimen centralizado, el perfecto modelo de monarquía absolutista.

Dicen que era él mismo quien declaraba «El Estado soy yo». Otros defienden que eran sus enemigos, como crítica a su gestión.
Luis XIV muere a causa de la gangrena, con 76 años. En Versalles, en su cama, en su palacio.

Tres siglos más tarde, las monedas que circularon en España durante la dictadura del general Francisco Franco llevaban acuñado el texto: “FRANCISCO FRANCO CAUDILLO DE ESPAÑA POR LA G. DE DIOS”. En la pequeña moneda ya no cabía poner “gracia”. 

El caudillo de España murió a causa de una insuficiencia cardíaca, con 82 años. En Madrid, en su cama, en su palacio.

Es necesario leer. Pero aún más, saber relacionar e interpretar lo que leemos.

LOS REALQUILADOS

Mi abuela paterna vivía en la calle Taquígrafo Garriga esquina con Entenza. Era uno de estos pisos de los años 20, largo y estrecho. Y tenía dos balcones, el que daba a los jardines de Joaquim Ruyra, que era el que “pertenecía” a mi yaya, y el balcón trasero, con lavadero y peor vista, que era el de mi tía abuela, la hermana de la yaya.

La escalera era angosta, tenía un pasamanos de madera desgastado por el uso, y barandilla de hierro forjado. El olor de esa barandilla. Sí, el hierro también huele. Y altísimos escalones resbaladizos.

En la portería había un negocio, un kiosko. Cada domingo, cuando íbamos de visita, mi padre, ávido y empedernido lector, me compraba un cuento. Yo esperaba ansiosa los domingos para hacer nuevos amigos, ya fueran piratas, enanos, ardillas o druidas.

En este piso antiguo convivieron dos familias. Es decir, dos matrimonios con dos hijos cada uno. ¡Ah, y la bisabuela! O sea, nueve personas.

Hace poco he leído nuevamente la novela “Si són roses, floriran”, de Manuel de Pedrolo. En ella, la familia protagonista alquila una habitación a una muchacha, ya que, aun trabajando todos, sus sueldos son precarios y cuesta llenar la cazuela cada día.

Los realquilados, esa figura tan presente en la España de posguerra, es signo inequívico de la miseria. Pero miseria por partida doble. Miserable el realquilado, porque teniendo un trabajo de jornada completa, y, a veces, algún trabajillo extra, no podía pagar el alquiler de un piso para él solo. Y miserable la familia que alquilaba la habitación, embutiendo a los hijos a dormir con la abuela, porque tampoco podían sostener los gastos mensuales y necesitaban del sobre del realquilado. Esta novela siempre me ha recordado a mi abuela y el piso compartido por las dos familias. Pero ellos no realquilaron ninguna habitación, ya no había donde apretarse más.

Llevo días escuchando en la radio la sugerencia de que si tienes una habitación que te sobre, ¡alquílala! Así rentabilizas ese espacio. En ningún momento comentan cuál es la fiscalidad que te aplicarán por esos ingresos. Y hace unos meses vi en los autobuses de Barcelona un anuncio de un portal de internet donde podías encontrar pisos compartidos, porque compartir piso es temendamente divertido.

De estupendo, nada. Son realquilados. Es miseria. Es precariedad. Disfrazada de buenrollismo y modernez. Llamemos a las cosas por su nombre, es lo mínimo que podemos hacer, no caer en el engaño.

LOS CAJEROS


Ayer viernes, a las 16 horas, en la estación de Mª Cristina, tuve un problema con mi tarjeta T-10: validó dos viajes en lugar de uno.

Me giré, para dirigirme a la taquilla y que cambiaran la tarjeta con el viaje gastado por error. Para mi sorpresa, los dos mostradores estaban cerrados. Estupefacta, me dirigí a uno de los guardias de seguridad (de una empresa privada subcontratada), que, amablemente, me acompañó a un gigantesco interfono donde pude explicarme. Para “desfacer el entuerto”, la voz me indicó: “mando a alguien”.

Esperé 15 minutos. La empleada de TMB, Transports Metropolitans de Barcelona que vino a atenderme fue amabilísima y solventó con diligencia el incidente. Se quedó ayudando a un señor japonés.

Si ayer yo hubiera maldecido en arameo pero no hubiera protestado y esperado esos 15 minutos a que mandaran personal de TMB, Transports Metropolitans de Barcelona, el viaje en transporte público me hubiera costado EL DOBLE. Omito el coste de mi tiempo.

Este incidente me recordó una escena que viví en una oficina bancaria. Hice cola para ser atendida y cuando por fin finalicé mi trámite, la persona que se había ocupado de mi gestión me indicó que eso lo podía realizar yo en el cajero automático. Mi respuesta fue: lo sé. Pero si me voy al cajero, un día tú perderás tu trabajo. Y llorarás. Y quizá entonces te acordarás de mi y de estas palabras que te estoy diciendo. Aunque ahora me mires con tu suficiencia de empleada de lacaixa.

Lo de los bancos es feo, pero es una empresa privada. Sí, luego les sacamos del atolladero con nuestro dinero, por eso es muy feo. Pero que un servicio público como TMB, un viernes por la tarde, en una estación como la de Mª Cristina -como tantas otras- no tenga personal a disposición del ciudadano, es para que reflexionemos acerca de lo que nos han hecho y lo que van a seguir haciéndonos con total impunidad. En nuestra mano está dejarnos. Como siempre.