Mi tía tenía uno de
estos comercios. Y vivía en la parte posterior. Con su marido, sus dos hijos, y
los abuelos. Todos en poco espacio y con precariedad. Recuerdo que la cama de
mi primo era un plegatín que estaba en el comedor. Cada noche, apartaban la
mesa y abrían el plegatín. Mi prima tenía habitación para ella sola. Pero era
una habitación sin puerta. Una cortina de tela hacía las veces de pared y la
separaba del comedor. Quizá, pienso ahora, es que tampoco era una habitación.
Como era un bajo,
tenía patio. Siempre olía a humedad. A mi no me gustaba,
porque me sentía
encarcelada, porque en ese patio, al levantar la vista, veías, arriba, los
tendederos de los pisos del edificio. Y las ventanas. Y caían pinzas de tender,
y pañuelos, o algún calcetín mal sujetado.
En cambio, el
armario empotrado del dormitorio de mis tíos, eso sí que me gustaba. Era como
abrir la cueva de Alí-Babá. Había montones de ropa mal apilada, puro desorden
textil. Ropa, ya entonces, antigua. Como ésa por la que ahora pagamos en las
tiendas del Raval, la moda de lo pasado, lo “vintage”. Me encantaba cuando nos
dejaban hurgar en ese armario y sacábamos las batas de poliester, los vestidos
de telas estampadas, los pañuelos...
Nos disfrazábamos y
jugábamos a espías. Simulábamos fumar con un lápiz Alpino. Y ni siquiera
llenábamos el vaso de nada, para hacer ver que bebíamos algo fuerte, como los
gángsters de las pelis.
Usábamos las
pistolas de juguete de mi primo y nuestras carpetas del cole. Escondíamos los
documentos secretos y capturábamos al malvado. Y siempre acabábamos recogiendo
apresuradamente. Los “mayores” interrumpían nuestro pequeño teatro. Todo estaba
por medio, había que vestirse, poner la mesa, lavarnos las manos y comer.
Hacía muchos años,
quizá más de 30, que no pensaba en ese armario empotrado, pero el recuerdo
seguía en uno de esos cajoncitos secretos de nuestro cerebro.
Simplemente, he
tenido que leer un relato de Montserrat Espallargas para que el resorte se
abriera automáticamente. Se trata de “El rastre del vestit”, uno de los seis
que conforman su libro “Vides de filferro”, y empieza así:
“Dins l’armari,
engrossit per jerseis mal plegats, per bruses lligades al coll amb llaços
d’organdí,per pantalons d’antiga franel·la i faldilles de llana, una tarda de
feia tres estius vaig trobar el vestit de l’àvia Mundeta.”