miércoles, 26 de septiembre de 2018

EL BRAZO DE HARRY

De pequeña, viví en el barrio de Les Corts, en una casa antigua con un patio, que estaba en una plaza. La plaza no estaba asfaltada y cuando llovía yo chapoteaba en los charcos que se formaban. Había un banco de piedra donde jugaba con mis amiguitas, las del barrio. Las del cole eran otras.

En mi casa el váter estaba en el patio. No había bañera. Mi madre me bañaba en un barreño. Y en el patio había una higuera. Luego viví en otra calle, más “urbanizada”, del mismo barrio, sin salida. Bueno, sí. Pero era a un descampado con una chimenea altísima, que había pertenecido a una bóvila. Eso es una antigua fábrica donde cocían tejas y ladrillos. Entonces sólo albergaba basura, escombros y de vez en cuando, algún cadáver de yonki.

En el barrio había gente trabajadora, gente más burguesa y los jóvenes marginales que te miraban y se quedaban con tu cara y te decían que tranqui, que si tienes algún problema tu dices que eres colega del Fernando y a tí nadie te va a quitar la mochila. También por el barrio se veía a veces al Basora. Ese no me decía nada. A ese fue mi padre quien le dijo. Se conocían del barrio, de pequeños. El Basora había tomado el lado salvaje de la vida. Y mi padre, cuando coincidían, le invitaba a un bocata, a una birra y le soltaba un billete, por los viejos tiempos, ya sabéis. Y le indicó quién era su hija, para que tomara buena nota, por si alguna vez tenía que echar un cable. Así que, en mi pre y adolescencia, yo me sentía protegida por las fuerzas del mal.

El barrio cambió. Los colegas del barrio también. Fue cuando un tal Harry apareció una tarde. Aún lo recuerdo. Todos sentados en un banco, el tal Harry fumando, con la cazadora que le cubría el antebrazo. Pasé por delante, camino de la academia de inglés, para saludarles. Y vi las marcas en el brazo de Harry, cuando se quitó el piti de los labios. Y ahí supe que la mano negra había entrado en el barrio.

Meses más tarde me encontré con Ana, la “chaty” de uno de ellos. Me dijo que el Fernando estaba en el correccional, por ser menor. Habían dado un palo en un piso y los habían trincado. Su noviete, el Juanca, estaba en el talego, enganchado al jaco. Ana maldecía la tarde que el tal Harry trajo la peste al grupo.

Les perdí la pista a todos, y, además, al poco tiempo, marché del barrio. Con los años, aquella calle, la de la chimenea y el descampado y los restos de yonki muerto, se convirtió en una zona de gente “benestant”. Pisazos caros, semáforos para ordenarnos a todos... Zona de padres guapohipsters que pasean a sus hijos en carritos con ruedas todoterreno para ir a jardines artificiales, donde está acotado donde mean los perros y dónde jugarán sus rubios y guapos hijos. Sin contaminarse con los pobres, y mucho menos con los más pobres de los pobres.

Escribo todo esto porque estoy leyendo el libro “Cuando gritan los muertos” de Paco Gómez Escribano, que habla de los seres marginales, de los barrios de Madrid, y de aquellos años 80 y de los que siguieron. Y está abriendo la caja de Pandora de mi memoria.

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